Las razones del silencio

Escribir sobre la situación crítica de la Argentina actual (principios de febrero del 2002) obliga a tomar algunas precauciones. Es de buen gusto sociológico que el análisis llegue “post festum”, es decir, una vez que los hechos (“la fiesta”) han acontecido. Poco es lo que el analista puede decir en las coyunturas críticas, acerca de los acontecimientos en desarrollo. Es más, todo parece indicar que, más allá de la fraseología periodística que la mayoría de las veces habla de todo pero no explica nada, lo que predomina es el silencio de los representantes. En otras palabras, en el momento actual llama la atención el silencio de los representantes. Algunos decidieron borrarse hace tiempo. Es el caso paradigmático de Chacho Alvarez. Su renuncia a la representación es paradigmática. Las explicaciones que dio o sugirió no convencen a nadie. Para la mayoría de la población y más aún entre quienes lo votaron, su deserción no solo no tiene sentido, tampoco tiene perdón. Quizás estas ausencias sean un indicador más de la profunda crisis de representación que sufre la democracia argentina. Esos que por la posición que ocupan en la sociedad tienen como función el “hablar en nombre de” hoy están callados. Este silencio es sintomático y preocupante. Pareciera ser que nadie se anima a dar la cara, nadie tiene nada que decir. Hasta quienes están obligados a hacerlo, como el presidente, los ministros, los gobernadores tienden a minimizar su presencia en los espacios públicos. ¿Cómo interpretar este silencio? ¿Qué es lo que esta ausencia dice? Podemos formular algunas hipótesis al respecto:

  1. a) No tienen nada que decir y no están a la altura de las circunstancias. En otras palabras, la situación los excede y desborda “técnicamente”. De pronto, el carácter complejo e inédito de las situaciones hace que todo el saber y la experiencia acumulados resulten insuficientes para rendir cuentas de las nuevas realidades. El silencio sería entonces un reconocimiento de la ignorancia de nuestra clase político-partidaria actual. Hay veces en que la ignorancia no se expresa literalmente en el silencio, sino que se muestra en la forma más vistosa del discurso hueco, los lugares comunes, etc.
  2. b) No se sienten autorizados a decir nada. Están convencidos que lo que digan no tiene ningún valor. Ellos han perdido toda confianza y credibilidad. Si hablaran sería como hablar en el desierto. No hay nadie que los escuche y crea. En casos críticos extremos, como el actual, muchos políticos literalmente no “pueden” hablar en público, porque el público no los deja hablar.
  3. c) Por último, no se animan a decir públicamente lo que saben y dicen en forma privada, es decir, “entre colegas del campo político”. De alguna manera siempre fue así. El doble discurso es una característica estructural del representante. Este está obligado a hablarle a dos interlocutores distintos: por un lado los ciudadanos, la opinión pública, los votantes, etc. Por el otro, el representante le habla a sus colegas y rivales del campo político. Los lenguajes que usa son diversos. Cuando habla para el mercado restringido de sus iguales, tiende a usar una jerga, un lenguaje más hermético cuya comprensión requiere un código que sólo poseen los que están en el juego político. Es probable que cuando la situación de crisis llega a sus extremos, resulte particularmente peligroso decir en público lo que sólo se puede decir en privado y entre iguales. Los políticos evitan decir ciertas cosas en público por dos razones: por interés (ética de la conveniencia) o por responsabilidad. El primer caso es claro: los políticos saben bien, en cada caso, qué, cómo y cuando hacer públicas ciertos hechos o datos, por simples razones tácticas y de autodefensa. En cambio se puede alegar el respeto a la “ética de la responsabilidad cuando la publicidad de determinados hechos puede tener consecuencias graves y no controlables. En este caso el silencio es interpretado como una muestra de prudencia.

Lo más probable es que el silencio tenga que ver con una mezcla de estos tres factores, la ignorancia, la pérdida de credibilidad y el silencio interesado o responsable.

….. y sus consecuencias

Pero ¿cuáles son las consecuencias del silencio y esterilidad de los representantes? Aquí también podemos ensayar algunas respuestas posibles.

  1. a) La primera es que la palabra vuelve a la ciudadanía. Pero es una palabra múltiple, inorgánica, basista. Es como un coro sin dirección. En una sociedad compleja y plural donde conviven intereses contradictorios y conflictivos, el coro puede transformarse en griterío desordenado y desafinado. En el extremo todos hablan sin que nadie escuche ni entienda nada. Este es un escenario probable del movimientismo basista que se expresa en las asambleas barriales espontáneas que de un tiempo a esta parte estructuran la movilización de los sectores medios y medio altos afectados por la expropiación del “corralito bancario”.
  2. b) Cuando en las asambleas predominan los monólogos paralelos y no el diálogo racional, la construcción y acumulación de poder es extremadamente dificultosa cuando no imposible. La sociedad que se construye en estos encuentros es extremadamente frágil y voluble, los representantes son revocables y revocados. La discontinuidad es la regla. Las emociones predominan sobre las reflexiones. Un cierto igualitarismo y una cierta creencia ingenua en la sociedad autorregulada que puede prescindir de la representación institucionalizada impide toda acción colectiva y estratégica, es decir, conforme a objetivos y “movidas” secuenciadas en un espacio temporal que va más allá del momento actual. Estas limitaciones son particularmente graves cuando se trata de enfrentarse con otros actores e intereses colectivos extremadamente organizados e institucionalizados como el poder financiero, las grandes empresas transnacionales, la Iglesia, los aparatos sindicales, etc.
  3. c) El silencio y el consecuente vacío de representación, cuando se prolonga en el tiempo se transforman en vacío de poder y antesala de la anarquía y por lo tanto en una demanda de orden. Lo primero que salta a la vista es un sentimiento de abandono, de angustia y depresión colectiva. Esta sensación de desamparo ante el sufrimiento social y la injusticia produce una demanda de justicieros. La apatía política de la mayoría se transforma en fuerte sentimiento antipolítico, en un rechazo generalizado hacia todas las instituciones y agentes asociadas con la política. El “Que se vayan todos” se convierte en una demanda de sentido común que no se pregunta por quienes vendrán a llenar los vacíos que se produzcan. Cuando la indignación no deja lugar a la reflexión predomina la demanda de castigo sobre la de construcción de alternativas.

Por la renovación ético-mortal y política

En febrero la crisis argentina se presenta en su fase más negativa y destructiva. Pareciera ser que todo se derrumba: tanto el prestigio de los liderazgos como de las instituciones de la República. Por eso predomina la crispación, las visiones e intereses de parte más que el interés general. Cada sector tiende a universalizar sus propios puntos de vista. A cada actor le cuesta escuchar a los demás y articular sus intereses en un programa. La toma de la palabra no se traduce en un coro sino en simple griterío y desorden. En este sentido la crisis tiene un “efecto escoba o topadora”, barre con reputaciones personales, institucionales y con relaciones de fuerza. Abre espacios, crea posibilidades. Este es el lado positivo del “vacío”. Pero esos espacios abiertos deben ser ocupados por proyectos y alianzas colectivas, que tengan expresiones orgánicas. En las situaciones revolucionarias no siempre los que “barren” y “demuelen” lo viejo son los que construyen lo nuevo. Este es el quid de la cuestión en el momento actual. Todos saben qué es lo que hay que terminar, qué es lo que hay que dejar de lado. Todos parecen estar seguros cuando se trata de enjuiciar el pasado, pero nadie tiene con qué reemplazarlo en el futuro. Nadie está en condiciones de prometer y al mismo tiempo generar esperanza. Esta es la fase más oscura y difícil de los procesos de transformación social. El peligro radica en que no faltan los oportunistas de siempre, en especial, esos reaccionarios que prometen seductoras, pero imposibles restauraciones de valores (“hay que restablecer el orden y la moral de otros tiempo pasados y mejores”) que por lo general terminan en tragedias (los argentinos sabemos del costo humano de este tipo de soluciones radicales).

Si no se quiere perder el control de la situación es preciso acompañar la tarea de “barrido y limpieza” del escenario político e institucional con el necesario esfuerzo de diseño y construcción de futuros diferentes. La construcción de otra argentina requiere de fuerza y proyecto. En otras palabras, se precisan nuevos protagonistas colectivos (necesariamente fruto de negociaciones y alianzas), es decir, nuevos representantes y agentes del juego político y al mismo tiempo nuevos proyectos. Estos últimos son proyectos de país, modelos de producción, de distribución, de vinculación con el mundo. Pero también nuevos modelos de instituciones de estado (justicia, parlamento, poderes ejecutivos centrales y territoriales, instituciones monetarias, fiscales, sistemas electorales, organismos de control, etc.) Es preciso pasar de la crítica a las instituciones y prácticas de representación (la corrupción, la evasión fiscal, el costo excesivo de la política, las listas sábanas, la centralización, la burocratización, la ineficiencia, etc.) al diseño de alternativas institucionales que favorezcan prácticas más transparentes y racionales. Hay que hacer una crítica de la política no para eliminarla (esta es la bandera de los cínicos, que hacen política por denegación) sino para hacerla más democrática y representativa.

Hay que acortar la fase negativa de la crisis y minimizar los costos sociales de la misma para apurar el debate público sobre el modelo de país que los argentinos desean construir para el presente y las próximas generaciones. En otras palabras es preciso recuperar cierta normalidad para concentrarse en el debate público acerca de la ingeniería institucional, es decir, acerca del conjunto de reglas y recursos que van a estructurar la vida colectiva de aquí en más. Este debate debe tener una plataforma ético-moral común (es aquí donde el rol de las instituciones que gozan de autoridad moral pueden jugar un papel fundamental). Esta plataforma que debe dar sentido al proyecto de país debe asentarse en tres pilares básicos cuyas raíces se encuentran en las tradiciones más ricas y asentadas de la cultura occidental. Una sociedad donde vale la pena vivir es aquella que es capaz de favorecer el logro de tres grandes objetivos al mismo tiempo: producir riqueza (bienes y servicios necesarios para la vida), distribuirla en forma justa y garantizar la libertad para todos sus miembros. Esto es lo que debe estar fuera de discusión. En cambio los mecanismos, procedimientos e instrumentos para lograrlos deben ser objeto de discusión democrática.

[1] Profesor titular ordinario en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

 

Emilio Tenti Fanfani

El silencio de los representantes

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