Capacidad de gestión publica y política social en perspectiva latinoamericana[1]

Fabián Repetto[2]

INTRODUCCION

La legitimidad alcanzada por los procesos de transformación global acontecidos en América Latina a partir de los años ochenta parecería estar basada, principalmente, en una conjunción que reúne los procesos de democratización política y los resultados obtenidos en términos de algunas variables macroeconómicas. A su vez, los contenidos y los impactos de las políticas sociales emprendidas durante el mismo período no parecen aportar demasiado en cuanto a consolidar, en términos de una mayor armonía entre libertad, equidad y eficiencia, tales reformas políticas y socioeconómicas. Por el contrario, en caso de no modificarse sustantivamente el modo de enfrentar a través de acciones públicas los problemas sociales más acuciantes, se corre el peligro de que se resquebrajen los frágiles logros obtenidos en la región durante la década del noventa.

La hipótesis que explora este trabajo es la siguiente: Los cambios llevados a cabo en Latinoamérica afectaron fuertemente los marcos institucionales cristalizados a partir de la segunda posguerra, lo cual se relaciona con –a la vez que impacta en- la configuración del mapa de actores relevantes que interactúan alrededor de las principales políticas públicas. Esto ha dado lugar, asimismo, a que la ausencia de condiciones favorables derivase en una gobernabilidad democrática de “mínima” a la par que en una baja capacidad de gestión pública en materia de política social. Para revertir el mencionado circulo vicioso y avanzar en un proceso centrado en el mejor desempeño del aparato burocrático social del Estado democrático y en el fortalecimiento de los grupos más necesitados, particularmente en cuanto a su participación en la toma de decisiones, se requiere de la sinergía entre cuatro factores (que resultan pre-condiciones): a) institucionalidad que favorezca el aprendizaje colectivo; b) liderazgo político-social que priorice el largo plazo; c) ambiente ideológico pro-público; y d) emergencia de una “ventana de oportunidad”.

El trabajo se desarrolla en cuatro secciones además de esta introducción. En la primera y a efectos de ofrecer una clave de lectura institucional, presento argumentos referidos a la capacidad de gestión pública, relacionándola con la gobernabilidad democrática y, a un nivel más abstracto, con las fronteras entre Estado y sociedad. En segundo término, esbozo los contornos del nuevo escenario latinoamericano, a través del prisma de lo sucedido en la relación entre Estado, régimen político y economía, enfatizando algunos aspectos de la problemática social en la región. En tercer lugar, sintetizo las principales modalidades de política social que, inspiradas en el discurso y la práctica neoliberal, se llevaron a cabo en la región en los últimos años, al mismo tiempo que analizo sus dinámicas más notorias. Por último, en la conclusión, retomo las coordenadas conceptuales y avanzo hacia una interpretación global.

1. NOTAS SOBRE LA CAPACIDAD DE GESTION PUBLICA

Aún cuando los nuevos escenarios de la región latinoamericana no pueden analizarse como un todo homogéneo, lo cierto es que en términos generales casi todos los países del área comparten a su interior regímenes políticos basados en procedimientos democráticos y economías abiertas al mercado mundial[3]. Asimismo, a la par de procesos de reforma estatal similares, también se asemejan en los contenidos y la gravedad de la “cuestión social”. En esta combinación de elementos sobresale el hecho de que más allá de múltiples problemas asociados al modo en que se articulan régimen político, Estado, mercado y sociedad, la ciudadanía en su conjunto y los principales actores en particular, han legitimado el nuevo orden predominante en la región. En este mismo sentido, con el inicio de una nueva etapa coincidente no sólo con el final de una década clave para América Latina sino también con cambios de gobierno en gran parte de los países del área, se abre el interrogante respecto a si podrán revertirse algunas de las tendencias más negativas derivadas del ajuste estructural. En suma, ¿cuáles son las posibilidades de lograr una reforma estatal integral que se ligue virtuosamente con una transformación incluyente de la sociedad? Esbozaré un marco analítico capaz de abordar la cuestión desde el prisma de las políticas sociales.

Gestión Pública: una mirada en torno a las instituciones y los actores
La compleja relación entre Estado y sociedad puede ser interpretada, entre otras posibilidades, a través del análisis de las principales políticas públicas, en tanto las mismas expresan el accionar de los actores fundamentales[4]. Asimismo, un enfoque basado en las instituciones (en tanto reglas de juego ideadas por los hombres para enmarcar sus interacciones políticas, económicas y sociales) (North, 1993[5]) permitirá entender el modo en que las normas formales e informales, así como las tradiciones heredadas, operan diferencialmente a veces como constreñimiento, a veces como oportunidad, para los diversos actores portadores de determinados intereses e ideas[6].

Lo indicado no debe dar lugar a identificar todo colectivo con un actor relevante tanto del Estado como de la sociedad (o del sistema internacional): hace falta «algo más» que lo defina como tal. Entre las condiciones requeridas más importantes, cabe destacar una serie de capacidades potenciales común a los actores estatales y sociales: a) de negociación; b) de interpretación del contexto; c) de representación; d) de movilización social; e) de acción colectiva. A su vez, los actores del Estado gozan de un atributo que les es propio, el de autoridad[7]. La forma e intensidad en que los diferentes grupos (e incluso individuos) logran conquistar dichos recursos para formar parte de las instancias claves del ciclo por el cual atraviesan las políticas públicas, se relaciona en mucho con el sistema institucional vigente en un momento determinado.

Así, en un marco donde los actores ponen en movimiento sus intereses y valores (por ejemplo expresados en ideas sobre “estados deseables del mundo”), el modo en que se produce la institucionalización del poder pasa a un primer plano, tal como lo sugieren March y Olsen: “Los procesos de creación y cambio de los actores, las identidades, el significado, los recursos, los derechos y las reglas no son exógenos al ejercicio del poder, sino parte medular de él. Así, una importante tarea del ejercicio del poder no sólo es crear un marco para que los ciudadanos con intereses propios persigan intercambios voluntarios deseables sino administrar también el proceso por el que una democracia afecta las concepciones de lo bueno y construye el medio ambiente al que responde” (1997:64). Desde esta perspectiva, el modo en que Estado y régimen político se influencian mutuamente, dando lugar a un cierto tipo de gobernabilidad, habrá de impactar en el plano más desagregado de las políticas públicas.

La gobernabilidad democrática constituye hoy una característica común en casi toda América Latina, como un corolario del proceso que conformó el par transición-consolidación. No obstante, cabe resaltar que la misma no es uniforme en cuanto a su contenido y expresión, sino más bien debe interpretársela dentro de un rango de posibilidades: una definición mínima implicaría consensos a nivel de la cultura política y el régimen político; una definición más amplia incluye tales acuerdos pero incorpora los consensos a nivel de las principales políticas públicas. Mientras en el primer caso es suficiente el acuerdo de las elites, en el segundo se requiere de algún tipo de participación efectiva de los grupos subalternos, sea en forma directa o a través de intermediarios con capacidad para expresar sus demandas y necesidades[8].

Mientras el concepto de gobernabilidad democrática constituye una mirada amplia sobre la política (politics) en su conjunto, la discusión en torno a la capacidad de gestión publica se concentra, sin ser indiferente al proceso global, en la especificidad del ciclo por el que atraviesan las diferentes políticas públicas (policies). Recientes aportes en materia de acción estatal han enfatizado el concepto de “gestión pública” alrededor de la discusión promovida por la utilización de las técnicas empresariales en la intervención en los asuntos públicos. Y mientras las expresiones que se han concretizado en la región aceptan mecánica y acríticamente los postulados de “reinvención del gobierno” (Osborne y Gaebler, 1992), otros planteos enfatizan la posibilidad de combinar la imitación con la innovación (Metcalfe, 1996).

No es en estos sentidos más usuales que quiero plantear aquí la reflexión sobre la “gestión pública”. Más bien, y a partir de extender conceptualmente el ámbito de lo público a una compleja zona gris entre lo estatal y lo societal, interpretaré que la capacidad para implementar políticas públicas estratégicas requiere “algo más” que buenas burocracias. De este modo, es apropiado identificar la capacidad de gestión pública con lo que Evans (1996, 1998) denomina autonomía arraigada (embedded autonomy) en tanto expresión de coherencia interna[9] y conectividad externa. Como quedó indicado, el primer concepto constituye un factor clave (más no exclusivo) para una mejor intervención de las organizaciones estatales, en tanto da cuenta del grado de expertise que concentra la estructura burocrática responsable de instrumentar un conjunto de acciones. Al mismo tiempo, el segundo llama la atención sobre el modo en que la relación de los colectivos de políticos y funcionarios con los grupos sociales impactan sobre el ciclo completo por el cual atraviesan las políticas públicas, pero especialmente en sus etapas de diseño e implementación.

Significa, en suma, que para consolidar altos grados de capacidad de gestión pública no alcanza con la construcción de administraciones públicas meritocráticas, bien incentivadas (material y simbólicamente) y con habilidad para gerenciar en contextos de marcada incertidumbre y turbulencia. Más bien, se requiere complementar este componente burocrático con un denso entramado de reglas de juego formales e informales que mejoren la organización y representación de todos los grupos sociales, a la vez que sirvan para fomentar la coordinación y/o cooperación entre los colectivos de agentes estatales (políticos, expertos y administrativos de carrera) y los distintos sectores que componen la sociedad, en especial aquellos con menores recursos de organización y voz para expresar sus necesidades. Retomando la diferenciación entre los tipos de gobernabilidad, y en un plano especulativo, puede señalarse que en caso de que los acuerdos entre los decisores estatales y los grupos de la sociedad[10] se traduzcan en efectivos diseños y equitativos contenido de ciertas políticas públicas estratégicas, tanto económicas como sociales (lo cual incluye la dinámica de largo plazo del aparato burocrático que las instrumenta)[11], se estará ante la consolidación de ciertos acuerdos básicos respecto a cuestiones menos tangibles, como un conjunto amplio de valores que dan cuenta del orden social deseable y las reglas del régimen político que facilitan la materialización del mismo.

Cuanto menos son cuatro las pre-condiciones que deben darse para que efectivamente pueda avanzarse en un doble proceso de mejorar la gobernabilidad democrática y aumentar la capacidad de gestión pública. En primer lugar, se requiere de un conjunto de reglas de juego formales e informales que faciliten el aprendizaje de todos los actores y aún de aquellos sectores que no logran constituirse en tales. En segundo término, es necesaria la conformación de liderazgos políticos y sociales (en el cual se incluyen empresarios, sindicalistas, formadores de opinión, etc.) dispuestos a favorecer el largo plazo en sus decisiones y acciones de carácter público. Tercero, se necesita la paulatina expansión de un ambiente ideológico pro-público, que alejándose de los fundamentalismos del mercado, pondere positivamente la acción de la autoridad pública en la dinámica socioeconómica y habilite a los líderes a avanzar en acciones de fortalecimiento de lo colectivo sin que eso represente un avasallamiento de lo privado-individual. Por último, las pre-condiciones señaladas no podrían materializarse sino emerge una “ventana de oportunidad”, que en determinado momento histórico y por una multiplicidad de razones favorezcan interacciones cooperativas entre los actores relevantes, que den como resultado “juegos de suma positiva”.

Es evidente que la mejoría en la gobernabilidad y el aumento de la capacidad de gestión pública no podrá sustentarse exclusivamente en la (buena) voluntad de quienes tienen como tarea decidir y actuar respecto a los conflictivos intereses e ideales de individuos, grupos y sectores con dotaciones de recursos muy variada. Tampoco podrán lograrse los fenómenos apuntados si solo se mejoran las organizaciones burocráticas del Estado, descuidando la dinámica de la sociedad y del sistema político. Planteado de este modo, el contexto histórico (y los constreñimientos estructurales que de él derivan) regresa al primer plano, tal como describe Przeworski: “La capacidad misma del Estado para intervenir lo vuelve un blanco atractivo para la influencia de intereses privados, y la capacidad misma de comprometerse abre la posibilidad de connivencia. De ahí que haya razones para esperar que la calidad de la intervención estatal en la economía dependa de la organización interna del Estado –en particular, de la relación entre políticos y burocrátas- y del diseño de las instituciones democráticas que determinan si los ciudadanos pueden o no controlar a los políticos” (1998:22).

Tomando en cuenta este aspecto, vale insistir en un punto, en tanto la capacidad de gestión pública no puede ser tomado como un concepto que torne homogéneas todas las áreas de intervención pública. En el caso de aquellos problemas públicos que afectan o involucran a grupos con marcada dificultad para constituirse en actores estratégicos (a partir de que no poseen, en forma particular o vía coaliciones, aquellos requisitos indicados para participar activamente en el ciclo de las policies), la capacidad de gestión pública requiere ser interpretada a partir de algunas particularidades, que afectan incluso al contenido de las pre-condiciones indicadas. Este es el caso típico de muchas políticas sociales.

Acerca de la gestión de las políticas sociales
Tal lo sugerido, entre el conjunto de decisiones y acciones públicas, las políticas sociales constituyen un ámbito donde las instituciones, las ideas y la relación entre los actores relevantes adquiere características propias. Por tal motivo, las políticas instrumentadas para enfrentar los problemas contenidos en una “cuestión social” determinada en cierto tiempo y lugar implican una buena fuente de observación de la relación entre gobernabilidad democrática y capacidad de gestión pública, al menos por dos razones: por un lado, porque se trata de un área donde muchos de los potenciales beneficiarios tienen marcadas dificultades para constituirse en actores relevantes; por el otro, porque las formas y contenidos de estas decisiones y acciones públicas permiten definir hasta donde llegan (y a quienes incluyen) los consensos fundamentales que estructuran un orden político, económico y social[12], así como el modo en que los mismos se traducen en la conformación de una sólida administración pública para un ámbito de la acción estatal habitualmente descuidado por los decisores.

En este sentido, Fox (1993) puntualiza que las divisiones internas dentro del aparato estatal incrementan la posibilidad de que los sectores reformistas insertos en su estructura político-burocrática puedan elaborar acciones en favor de los grupos más necesitados. Pero para que ello sea posible, estos actores estatales necesitan establecer «corrientes políticas» con grupos sociales organizados (o al menos articulados por un factor exógeno), de forma tal que los intereses de estos sectores se internalicen en el entramado estatal. En suma, la presión “desde abajo” apuntalada por diversos mediadores es un elemento central para entender la dinámica que adquieren, por ejemplo, muchas políticas sociales.

Conocer la conformación de esos brokers, sus recursos disponibles, sus intereses, ideas y valores dominantes, dará “pistas analíticas” para saber si la agregación de intereses de los potenciales beneficiarios directos de las políticas sociales hacia la esfera estatal conducirá a prácticas clientelares o, por el contrario, facilitará un aumento sustantivo de la capacidad de gestión pública en el área social, fortaleciendo a un mismo tiempo al Estado y a los grupos sociales más necesitados. En este último caso, la gobernabilidad democrática habrá incorporado en sus consensos básicos los intereses de los trabajadores menos organizados, los pauperizados y los vulnerables. Actores ubicados al interior del Estado, agentes de los organismos internacionales, técnicos y formadores de opinión con llegada a los espacios de decisión, líderes de organizaciones sociales con poder material y/o simbólico, son sólo algunos ejemplos de las expresiones que puede adquirir esa figura ligada a la articulación de intereses e intermediación entre Estado y sociedad, sobre todo cuando se están redefiniendo los canales básicos de representación social (sindicatos y partidos populistas).

Para centrar la discusión en el modo en que se han gestionado recientemente las políticas sociales en el nuevo escenario latinoamericano, deben plantearse algunos interrogantes derivados del enfoque teórico esbozado a lo largo de esta sección. Cabe plantear los mismos alrededor de aquellas pre-condiciones señaladas anteriormente: ¿cuáles son las características institucionales que moldearon y hoy expresan los cambios en las fronteras Estado y sociedad?; ¿quiénes se preocuparon, en qué momento y bajo qué condiciones, por las problemáticas relacionadas con las más notorias necesidades sociales?; ¿cuáles han sido los rasgos ideológicos predominantes en la problematización de la “cuestión social” y en el modo de enfrentarla?; ¿qué composición tuvo la agenda gubernamental de los países latinoamericanos en gran parte de la década del noventa?

En un intento de síntesis, cabe preguntar: ¿qué relación puede establecerse entre las políticas sociales instrumentadas recientemente con el tipo de gobernabilidad predominante en la región? ¿qué grado de capacidad de gestión pública se ha puesto de manifiesto a lo largo del ciclo por el que atravesaron dichas políticas? Exploraré estos interrogantes en base a lo sucedido en la política social de América Latina durante los últimos años, para lo cual se requieren observar, a un nivel más macro, tanto los cambios políticos y económicos más relevantes de la región como los impactos de los mismos en el escenario social.

2. AMERICA LATINA: SU TRANSFORMACION RECIENTE

En gran parte de Latinoamérica, en especial en aquellos países donde la matriz Estado-céntrica estaba consolidada hacia mediados de los setenta (Cavarozzi, 1991), se desarrollaron amplios sistemas de política social en concordancia con la dinámica macroeconómica, a la par que crecieron heterogéneos aparatos administrativos. En términos generales, es posible afirmar que en países como Argentina, Brasil, Chile, México o Uruguay, el conjunto de intervenciones estatales a partir de los años treinta estuvo sustentado en un particular tipo de relación entre las políticas económicas y sociales, en donde las primeras eran prioritarias pero lograban «arrastrar», por lo general virtuosamente, a las segundas.

Cabe remarcar que durante la época de auge de la centralidad estatal, el paradigma predominante de la política social mostró su cara positiva, algo que los críticos recientes suelen desconocer sistemáticamente. En una relación positiva con el pleno empleo y el gasto social de tendencia expansiva, el entramado de políticas sociales existente por entonces (que con énfasis en el seguro social se complementaba con prácticas universalistas en salud y educación así como con acciones residuales en materia de lucha frente a la pobreza –Repetto, 1997-) facilitó el ascenso y la integración social de vastos sectores, en especial de los grupos medios y los trabajadores organizados.

Es recién a partir de mediados de los setenta, al erosionarse el «patrón estatista de politización» (Cavarozzi, 1994) mediante el cual el Estado arbitraba en los conflictos sociales, que las instituciones que en Latinoamérica moldeaban el vínculo entre sociedad y Estado, por ejemplo las asociadas a la administración pública, comenzaron a manifestar rasgos de su agotamiento, obstaculizando lo que hasta entonces habían facilitado: la integración socioeconómica de amplios sectores en el marco de un modelo de desarrollo basado en el mercado interno. En lo que respecta a las acciones públicas en materia social, éstas muestran ahí su faceta más crítica: la creciente burocratización, la ausencia de estrategias integrales, la ineficiencia en el gasto y la falta de impacto positivo en las condiciones de vida de los más necesitados, son sólo algunos ejemplos. Esta serie de elementos permite dar cuenta de una profunda crisis, que se expresaría a través del agotamiento de las principales modalidades vigentes hasta entonces en términos de política social.

Dos son los elementos que deben tenerse presente al momento de analizar los por qué del debilitamiento de dicha matriz: por un lado, la mayor vulnerabilidad que registraron varios países del área ante los vaivenes del escenario internacional a posteriori de las crisis petroleras; por el otro, un fenómeno regional expresado en la exacerbación de las contradicciones entre los grupos sociales, así como entre éstos y los funcionarios estatales (vinculadas en especial a las pugnas distributivas), lo cual se liga a las modificaciones en los recursos, conductas e identidades de los principales actores involucrados en las policies estratégicas. La agregación de estos factores derivó en que, entre mediados de los setenta y finales de la década siguiente, se registrasen síntomas de una profunda crisis a nivel de los Estados y las sociedades de la región, lo cual sentó las bases para los cambios significativos acontecidos recientemente. Este proceso de desestructuración del modelo de posguerra puede ser interpretado como el colapso de los mecanismos (fiscales, políticos y simbólicos) que lo sostuvieron durante casi medio siglo.

Los acelerados cambios en la esfera económica, así como la crisis de un tipo de gestión pública que regulaba la dinámica social a partir del rol central que desempeñaba el Estado, impactaron en los marcos institucionales vigentes hasta entonces, creando rupturas en algunos casos y disfuncionalidades en otros. Esto implicó, a su vez, el paulatino tránsito hacia nuevas reglas de juego para los actores sociales y estatales que habían interactuado durante la matriz de centralidad estatal, así como una novedosa agenda de cuestiones a enfrentar. En cuanto a los primeros, Paramio expresa que «con el final del ciclo de crecimiento hacia adentro, mercado-internista, los actores sociales que le impulsaron y que recibían su fuerza de él están condenados a desaparecer o a modificar sustancialmente sus estrategias» (1991:139). Respecto a los segundos, mientras las burocracias quedaban desprestigiadas a causa de sus notorias incapacidades para gestionar, la clase política no parecía capaz de poder satisfacer las demandas de las amplias mayorías sociales, a partir de fallar en la construcción de ciertos consensos básicos aún bajo las reglas democráticas. Crecía, en consecuencia, el papel de los denominados “tecnopolíticos” (Domínguez, 1997). En este marco consolidaron su presencia los actores del sistema financiero en proceso de globalización.

Considerando lo sucedido, ¿qué explica la hegemonía lograda por el diagnóstico y recetario neoliberal en los recientes procesos de reformas acontecidas en América Latina? La respuesta remite a enfatizar el pronunciado cambio experimentado en el mapa político y socioeconómico, tanto regional como mundial, a lo largo de las últimas dos décadas. El mismo, al momento de redefinirse los marcos institucionales hasta entonces vigentes, se tradujo en las posiciones de liderazgo alcanzadas por parte de tres conjunto de actores, los cuales hicieron valer no sólo sus intereses sino también sus cosmovisiones generales: a) líderes políticos pro-reformas orientadas al mercado; b) grupos empresariales estrechamente vinculados a las nuevas tendencias de la economía mundial; y c) representantes de los organismos crediticios internacionales. Por una serie de razones que escapan al alcance de este trabajo, los nombrados fueron quienes pudieron imponer su interpretación sobre las causas del agotamiento de la fórmula política Estado-céntrica, así como sus propias recetas acerca del modo de enfrentar la salida de tal modelo.

Las transformaciones no habrían de generarse al mismo tiempo y con características idénticas en los principales países de la región, aun cuando muchos de ellos compartían problemas macroeconómicos comunes (cfr. Damill et al, 1989). En este sentido, las ideas neoliberales en torno a qué hacer, sintetizadas en el llamado «Consenso de Washington» (Williamson, 1990)[13], debieron adecuarse a marcos institucionales específicos, en especial las características del régimen político, la fuerza de los actores corporativos y las difusas expectativas de la ciudadanía en su conjunto[14].

En síntesis, la crisis epocal que afectó al conjunto de América Latina (y que de formas diferentes se expresó en otras regiones del mundo durante los últimos años) puede ser leída como un punto de máxima tensión respecto a los equilibrios institucionales existentes hasta entonces[15]. La forma en que se avanzaría hacia nuevos equilibrios en términos de reglas de juego aceptadas activamente por los actores estratégicos antes citados (y en forma pasiva por gran parte de la población), dependería de los recursos de poder que aquellos pudiesen movilizar durante las interacciones generadas en los convulsionados tiempos de cambios globales, así como de las oposiciones que pudiesen surgir durante el proceso de reformas. Más allá de las peculiaridades nacionales, lo cierto es que en casi toda América Latina el aparato estatal experimentó notorias transformaciones en cuanto a su papel en la dinámica macroeconómica. Como bien indica Oszlak (1997a), el nuevo escenario da cuenta de una transformación –respecto al modelo de posguerra- de las reglas de juego que articulan en tres planos la relación Estado-sociedad: el funcional (división social del trabajo), el material (distribución del excedente social) y el de la dominación (correlación de poder).

Al mismo tiempo, puede decirse que la reforma estatal emprendida en los últimos años fue heterogénea en cuanto a sus alcances y modalidades de intervención. A modo de ejemplo, en lo que refiere globalmente a la política social, la tendencia global ha sido la cristalización de un híbrido de estilos de gestión, con tendencia a favorecer la exclusión social. Un paradigma que no termina de morir y otro que aún no alcanza plenamente a nacer puede resultar una imagen pertinente al respecto[16]. En ese contexto operan todavía muchas de las viejas estructuras burocráticas heredadas de la segunda posguerra[17], sobre la cual se introdujeron, abrupta y desordenadamente, instrumentos de gestión que en poco se acoplaban a los tradicionales mecanismos de operación de los organismos públicos del área social, provocando en consecuencia mayores disfuncionalidades a las ya existentes[18].

Es pertinente sugerir, entonces, que las nuevas expresiones adquiridas por la institucionalidad pública (en lo económico y lo social) no habrían de ayudar a resolver los cambiantes contornos de la región. Como se ha afirmado: “Un balance de estas primeras reformas muestra que el ajuste estructural, cuyo objetivo último era disminuir el tamaño del Estado, no resolvió una serie de problemas básicos de los países latinoamericanos” (CLAD, 1999:250). Señalaré someramente la forma y el fondo de algunos de tales problemas.

Algunos rasgos del mapa social de la región
En el lapso de los últimos veinte años, América Latina ha visto no sólo detener el proceso de movilidad ascendente de los grupos subalternos, propio de décadas pasadas en gran parte de la región, sino que, también, ha sido escenario de una notoria profundización de los viejos problemas así como de la aparición de otros nuevos. Y aún cuando no pueda sostenerse el argumento que adjudica el total de esos problemas sociales a la aplicación de la reforma estructural de signo neoliberal, sí es evidente que las reformas macroeconómicas de los años recientes (relacionadas con el proceso de estabilización y ajuste promovido bajo el paraguas de organismos como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial) agudizaron el complejo escenario de la estructura social latinoamericana.

Las dos características fundamentales de la misma, que se suman al tema de la pobreza que abordaré enseguida, refieren a la creciente desigualdad y la alta vulnerabilidad[19]. Así, por un lado, aumenta la brecha entre los más ricos y los más pobres, para lo cual cabe el siguiente ejemplo: la razón entre el ingreso medio del décil más alto y del décil más bajo tiene valores del 33,6; 21,1; 18,0 y 11,4 en Brasil, Colombia, Venezuela y Argentina respectivamente, a la par que gran parte de la región muestra un coeficiente de Gini que oscila entre 0,40 y 0,50, mientras que en el mismo indicador los países desarrollados giran alrededor del 0,30 (Bustelo y Minujin, 1997). Por otra parte, crece fuertemente el número de hogares y personas que se ubican muy cerca de la línea de pobreza, siendo ésta una población muy vulnerable a los ciclos de la economía y a los impactos negativos de algunas políticas públicas.

Son muchas las voces que se han expresado últimamente para tratar de entender cuáles son las causas preponderantes de la acentuación de la desigualdad y su relación con la pobreza. Así, por ejemplo, el Banco Interamericano de Desarrollo (1998) enfatiza el papel que en dicho fenómeno le toca jugar a la falta de educación. Pero en tanto descuida otros elementos, cabe la reflexión de Lusting: “La educación y su distribución como explicación de la desigualdad y la pobreza es sólo una parte de la historia. ¿La pobreza latinoamericana es causada, en mayor medida, por la falta de educación de una persona o por la falta de oportunidades para emplear esa educación en el trabajo? (1997:40).

Entramos así a la problemática específica de la pobreza. En cuanto al fuerte aumento de la pobreza por ingreso, la explicación debe rastrearse en las transformaciones acontecidas en el terreno productivo y laboral, que no sólo se explican por variaciones en las formas de producción a partir de los avances tecnológicos, sino también por el modo en que los actores sociales y estatales respondieron a tales procesos[20]. Entre los factores que han ido desvaneciendo el régimen laboral conformado en la segunda posguerra, sobresalen la flexibilización de las condiciones de trabajo, la movilidad de la fuerza laboral y la revisión de los patrones contractuales vigentes. A esto se le debe sumar el adelgazamiento del aparato estatal, que derivó en despidos masivos. En suma, en esta expresión del fenómeno de la pobreza se pone en evidencia, sin duda alguna, el costo que ha tenido el ajuste macroeconómico, el cual no puede ser reparado con programas de empleo de emergencia o algún tipo de subsidio de corto plazo.

En lo referido a la pobreza estructural[21] (un rasgo que no es novedoso en el escenario social latinoamericano), el punto central está relacionado no tanto con su aumento cuantitativo sino con su profundización. La explicación más plausible al respecto parece estar asociada con el marcado deterioro en la prestación de servicios sociales básicos, ligada a su vez al modo en que los límites impuestos por la banca internacional para reducir el déficit fiscal derivaron en una disminución del gasto público. Esto impactó en el gasto social, que en términos globales y con matices nacionales, mantuvo sus niveles históricos pero exacerbó su inelasticidad, profundizando la puja sectorial alrededor de la distribución de los recursos a la vez que favoreciendo a los actores con mayor capacidad de presión. Este fenómeno dejó al descubierto la creciente dificultad estatal para contrarrestar las deficiencias en la utilización de los recursos destinados al área social, lo cual afectó directamente a los grupos más necesitados.

A modo de síntesis, cobra fuerza el siguiente diagnóstico crítico:

«La hipótesis que se está formulando, y que se sustenta empíricamente, es que la estructura social de la mayor parte de los países de la región se ha complejizado y heterogeneizado. La concentración del ingreso ha aumentado, es decir hay ricos más ricos, pero simultáneamente una porción significativa de los sectores medios se ha empobrecido mientras que, en algunos países, los más pobres han mejorado su situación relativa, reflejado en un incremento de la mediana y media de ingresos. Esto último no implica que el problema de la pobreza no esté presente o no se haya agravado en América Latina. Sino que, por una parte, el campo de la pobreza se ha complejizado pues en el mismo se deben incluir no sólo a los pobres «históricos», sino también a los «nuevos» pobres provenientes de sectores medios empobrecidos”. Estos «nuevos» pobres, además de características socio-demográficas distintas, tienen formas de relaciones sociales y modos de integración disímiles de los pobres «históricos». A esto se ha agregado una amplia zona de vulnerabilidad económica y social, de grupos no incluidos en la nueva modalidad de economías abiertas» (Bustelo y Minujin, 1997:18)[22].

Presentada en grandes trazos una caracterización de la estructura social en América Latina (a lo que deben sumarse temas conexos como el aumento de la violencia familiar, el delito y la drogadependencia), es pertinente explorar el modo en que desde el plano de las policies se han enfrentado los problemas sustantivos del mapa social conformado en los últimos años. Implica, también, analizar como la región enfrentó el debilitamiento de las áreas sociales de la burocracia estatal así como la pérdida o agotamiento de los tradicionales canales de expresión de las demandas de los grupos más necesitados, sea desde el propio Estado o a través de organizaciones partidarias y sindicales otrora poderosas y relativamente representativas.

3- LAS PROPUESTAS DEL NEOLIBERALISMO PARA LA POLÍTICA SOCIAL

A medida que fue aplicándose el ajuste estructural vía reformas orientadas al mercado en casi toda América Latina, se tornó evidente un proceso de cambio de doble velocidad: rápido en lo económico, lento en lo social. No obstante este fenómeno, la crítica que el neoliberalismo formuló al modelo centrado en el Estado no olvidó diagnosticar a las políticas sociales y ofrecer una receta sobre qué hacer al respecto. En esta corriente, sus tres ideas-fuerza fueron la privatización, la descentralización y la focalización[23], las cuales se constituyeron en instrumentos destinados a impactar sobre la institucionalidad social, matizadas a su vez con la promesa de una supuesta mayor participación de los beneficiarios en la gestión de las políticas públicas, vía los intentos por fortalecer la sociedad civil.

¿Cómo se han instrumentalizado en la región latinoamericana estas tres ideas-fuerza y la citada promesa con relación a las principales políticas sociales consolidadas durante la etapa de posguerra?[24]. Aun cuando existan combinaciones específicas en cada caso nacional, la privatización ha sido el eje con el cual se comenzó a transformar el seguro social, en especial el sistema previsional. Por otra parte, la descentralización ha representado la estrategia predominante en materia de cambios en las políticas sociales de carácter universalista como salud primaria y educación básica, sectores que en otros niveles muestran un avance de la dinámica privatizadora (por ejemplo, vía la desregulación de los seguros de salud o en la educación superior). La focalización, por su lado, ha sido el instrumento predominante en las acciones contra la pobreza. Respecto a la participación social, la misma fue un componente siempre presente en la letra escrita de los planes de reforma asociados a la descentralización y la focalización, reforzándose la idea de “cliente” en el caso de los servicios sociales privatizados.

Es necesario, en este punto, enfatizar el papel jugado en esa dinámica transformadora por los diferentes actores relevantes, que de una u otra forma han estado involucrados en el área social durante los años noventa. En un nuevo escenario institucional marcado por profundos cambios en los modos de gestión pública, donde según lo antes indicado las energías de muchos gobiernos latinoamericanos se volcaron de lleno a avanzar en reformas económicas (complementadas de modelos administrativos tipo New Public Management), la agenda en materia de política social durante gran parte del ajuste fue conformada bajo la influencia de los organismos multilaterales de crédito, en tanto la clase política no colocó el tema social dentro de sus prioridades tomando acríticamente la propuesta de las agencias internacionales, a la par que empresarios y sindicalistas sólo dinamizaron sus recursos en función de intereses particularistas. Las ONG´s, aún jugando un activo papel sensibilizando respecto a ciertas temáticas, actuando como sensor de múltiples necesidades o explorando sugerentes modalidades de acción, no lograron constituirse en protagonistas centrales en la decisión sobre los contenidos y alcances de las políticas sociales.

Tomando en cuenta dicho contexto, caracterizado por la ausencia de actores más o menos progresistas con capacidad para oponer visiones alternativas acerca de qué hacer en materia social, conviene señalar la especificidad que los promotores del ajuste estructural, en particular el Banco Mundial, parecieron darle durante la década del ochenta y gran parte de los noventa a la política social, pero en especial a aquella destinada a enfrentar los problemas más agudos: «…según la estrategia liberal de lucha contra la pobreza y las desigualdades, la política macroeconómica no debe utilizarse directamente con fines sociales. En otros términos, lo social no puede ser más que un derivado de lo económico. La reducción de la pobreza y de las desigualdades sociales es concebida, a un tiempo, como un simple subproducto, que el día de mañana será la consecuencia de los equilibrios y del crecimiento recobrados gracias al libre funcionamiento de la economía de mercado» (Salama y Valier, 1996:131). En la misma línea, Bustelo y Minujin (1998) consideran que el aspecto “social” del modelo neoliberal se sustentó en la trilogía de Crecer-Educar-Focalizar, donde ideas como la del “derrame” del producto del crecimiento y la potencialidad del “capital humano” se constituyeron en los ejes de la reforma social[25].

Una mirada crítica sobre la gestión social neoliberal
Luego de casi dos décadas de haberse iniciado el cambio en la política social bajo la influencia de las ideas-fuerza del neoliberalismo (es decir, a partir de la temprana experiencia de las “modernizaciones” promovidas por Pinochet en Chile), y tras varios años donde semejante propuesta se generalizó en América Latina a la par que se transformaban profundamente las reglas de juego de las políticas económicas, resulta posible evaluar sus derivaciones. Cabe sintetizar, al respecto, que tales acciones no han impactado positivamente en la mejoría del bienestar de las mayorías, con lo cual poco aportaron (al menos hasta el momento) a expandir la calidad de la gobernabilidad democrática y aumentar la capacidad de gestión pública en materia social[26].

Tal lo indicado, las negativas mutaciones experimentadas por las estructuras sociales de la región, ya bien entrada la década del noventa, son evidentes. Al mismo tiempo, las nuevas estructuras institucionales (y sus correspondientes esquemas de incentivos) tornan imposible recrear modalidades de interacción en algún punto similares a las consolidadas en la segunda posguerra, etapa en la cual el Estado contó con importantes grados de capacidad para afectar la redistribución de recursos (sea en términos de políticas macroeconómicas como las referidas al mercado laboral o el gasto social, sea a través de políticas sociales de corte universalista o del seguro social). En este contexto, la aplicación de las ideas-fuerzas neoliberales en materia de política social ha ayudado a cristalizar ese nuevo mapa social latinoamericano del que se habló anteriormente[27], a la par que afectó negativamente la potencialidad del Estado para intervenir a favor del bienestar colectivo. La promesa de mayor participación social de poco sirvió en la definición de los rasgos sobresalientes, en tanto no llegó a materializarse en sus aspectos de redistribución de poder.

Esta ponderación crítica conduce a revisar someramente la dinámica adquirida por las posiciones que en materia de políticas sociales han sido fomentadas por los líderes pro-mercado, quienes en la disputa intraestatal se impusieron durante los años noventa a los sectores reformistas más progresistas. Respecto a la privatización, y aunque la misma fue promovida como un camino apto para lograr la eficiencia y la equidad, la experiencia regional no permite sustentar semejante optimismo. Mientras algunas prácticas en este sentido derivan en mayores niveles de irracionalidad, el rol fundamental que le cabe jugar al actor empresarial implica que el lucro particular se impone a las necesidades de los usuarios (debilitados en su condición de ciudadanos). Asimismo, el hecho de fomentar y consolidar prácticas de mercado donde históricamente predominó la idea de «bien público», se tradujo en una dualización creciente (bienes y servicios de alta calidad para ricos, de escasa calidad para pobres), sobre todo en áreas como salud y educación, aun cuando el grado de avance en la materia todavía es menor[28].

En lo que refiere al seguro social, ámbito donde más se ha avanzado en la privatización, la consecuencia sobresaliente es la atomización de la sociedad, fomentando conductas individualistas ajenas a toda práctica solidaria. Haciendo referencia al nuevo sistema previsional de capitalización, Sthal sostiene que «…aun cuando el Estado garantiza pensiones mínimas, el sistema de pensiones reproduce las desiguales estructuras de ingreso» (1994:60). El papel estatal en materia regulatoria de los nuevos sistemas ha sido deslucido desde el momento mismo en que se dio la reforma, no tanto por la calidad de los recursos humanos o tecnológicos involucrados, sino por la debilidad para disciplinar a los actores empresariales que se han beneficiado con las transformaciones pro-mercado.

En cuanto a la descentralización, que afectó por sobre todo las prácticas universalistas en áreas como la salud pública o la educación primaria y media[29], pero también muchas acciones destinadas a enfrentar la pobreza, los resultados no han sido todo lo positivo que a priori auguraban los promotores del neoliberalismo. Pasar responsabilidades desde el centro a los niveles inferiores, aun cuando ello vaya acompañado de los recursos económicos necesarios, no aborta la posibilidad de que en los nuevos ámbitos de decisión se reproduzcan prácticas centralizadas y burocratizadas como las que se buscaba remediar. En suma: «Una provisión en manos de instancias regionales diversas en términos de capacidades y recursos introduce el problema de las desigualdades existentes y, por lo tanto, de la ciertamente alta inequidad que presentaría tal sistema de producción de bienes y servicios» (Isuani, 1992:115). La promesa de una sólida articulación política y administrativa entre el centro y las jurisdicciones subnacionales (e incluso municipales) quedó por lo general a mitad de camino durante el reciente proceso de reformas llevado a cabo en la región.

Vale continuar el argumento apuntando una serie de comentarios críticos ligados específicamente a la focalización de las acciones frente a la pobreza, donde los llamados Fondos Sociales expresaron el intento más acabado de generar “burocracias paralelas” en el área social, dejando de lado, a partir de ciertos fundamentalismos pro-mercado, los esfuerzos por mejorar las consolidadas organizaciones públicas con experiencia en la gestión social. La estrategia focalizadora fue aceptada por los principales actores involucrados en el combate a la pobreza, no obstante lo cual su papel se desdibuja cuando se observa la evolución creciente de los índices de pobreza y desigualdad. Asimismo, y al decir de Garretón: «El asistencialismo y la focalización, pese a los avances significativos de esta última, generaron también un cambio cultural en la visión desde el Estado y la sociedad respecto a los pobres. Estos se transformaron de «sujetos» de políticas sociales (con mecanismos de procesamiento de sus demandas y en algunos casos con mecanismos de participación) en «beneficiarios» de políticas focalizadas» (1995:13)[30]. Por otro lado, la heterogeneidad de la pobreza puede agravarse con la aplicación de este tipo de prácticas, toda vez que se favorece a unos pobres en detrimento de otros pobres (cfr. Vilas, 1997)[31]. En suma, esta estrategia potencialmente apropiada en términos de eficacia de la acción social reprodujo, en muchos casos, mecanismos perversos de interacción entre actores del Estado, grupos sociales pobres e intermediarios favorables al clientelismo.

Tal como quedó de manifiesto, las reformas promovidos en América Latina en la política social en términos de la tríada privatización-descentralización-focalización, más participación social, no han sido útiles para mejorar la calidad de vida de la mayoría de la población. En algunos casos se acentúan los rasgos de un sistema dual individualizado, asociado a la capacidad de adquirir en el mercado, como bienes privados, lo que antes eran bienes públicos (por ejemplo educación, salud o sistema previsional). En otras situaciones lo que emerge es un sistema dual regionalizado, donde las provincias y/o municipios con mayores recursos brindan servicios de relativa buena calidad, en tanto otras expresan sus carencias financieras, políticas o administrativas a través de la incapacidad para sostener los sistemas sociales descentralizados. A su vez, la focalización arroja como resultado una fuerte estigmatización de los más pobres, a la par que la intervención de las organizaciones de la sociedad civil puede conducir en algunos casos a la aparición de un nuevo tipo de clientelismo (expresado de dos maneras: entre las ONG´s y los pobres, así como entre el Estado y las ONG´s).

En este contexto, los esfuerzos por mejorar la intervención pública en materia social a través de lo que se ha dado en llamar “gerencia social” (Kliksberg, 1989, 1993) ha mostrado sus límites una y otra vez a lo largo de la última década. Esto, en tanto lo sustantivo no parece residir en la especificidad de gerenciar lo social, sino en la problemática que es relativa a cada área de la política social (Oszlak, 1997b), con sus actores particulares y sus propias reglas de juego. En este sentido, una forma de ponderar las limitaciones de las propuestas ligadas a la gerencia social consiste en analizar qué sucedió con el componente de la participación social y el fortalecimiento de la organización de la sociedad, central en el discurso predominante en materia de políticas sociales de influencia neoliberal (más allá de que este componente no corresponda a dicha tradición ideológica y política)[32].

Aún cuando muchos de los nuevos programas sociales (en particular asociados a la salud, la educación y el combate a la pobreza) tienen en su diseño esta perspectiva pro-societal, lo real es que su impacto en los contenidos y dinámicas de dichas policies ha sido más bien escaso y limitado a la fase de implementación de las acciones, en tanto el entramado institucional derivado de las reformas estructurales no ha dejado lugar para que las demandas e intereses de los sectores más necesitados se cristalizaran, a través de una participación efectiva, en la toma de decisiones respecto a aquellos aspectos que los afectan de una u otra forma. Significa, en síntesis, que son enormes las restricciones que impiden avanzar en lo que Cunill Grau (1997) ha dado en llamar la “publificación” de la administración pública, a través de la cual las decisiones estatales expresen las necesidades del conjunto de la sociedad y no sólo de aquellos grupos poderosos.

Los recientes cambios en los contenidos de la política social y en sus modalidades gestionarias no sólo desaprobaron el examen respecto a la posibilidad de promover una mejor redistribución de ingresos y oportunidades para los más necesitados, sino que también han provocado que dichas policies quedasen “desenganchadas” de la dinámica macroeconómica. Esto conduce a enfatizar el hecho de que ninguno de los instrumentos de intervención social defendidos por los actores más relevantes estuvo basado en la generación de consensos que incluyeran en forma efectiva a los grupos pobres y pauperizados, a fin de fortalecer seriamente su capital social hasta el punto de tornarlos protagonistas importantes en la toma de decisiones de políticas estratégicas. Significa, en pocas palabras, que las propuestas alternativas al modelo neoliberal en lo social no lograron ser mucho más que un conjunto de buenas intenciones inscriptas en los documentos de todos los planes y programas instrumentados en los últimos años.

Esto quiere decir que no se alcanzaron articulaciones virtuosas entre sectores importantes del Estado, la sociedad o la comunidad internacional y aquellos grupos que potencialmente deberían beneficiarse de las políticas sociales. Y como corolario de lo anterior, las organizaciones burocráticas encargadas de gestionar tales medidas fueron descuidadas y, más aún, desvalorizadas, tanto en el plano del discurso público como de la práctica concreta. En suma y tal lo señalado antes, una gobernabilidad democrática que no incorpora al conjunto de la ciudadanía habría de expresar una doble incapacidad: por un lado, la de muchos sectores sociales, leáse los “perdedores del ajuste”, para intervenir activamente en las decisiones que impactarían sobre sus propios destinos; por el otro, la de diversos actores estatales maniatados en su intención de utilizar los recursos públicos a favor de los más necesitados.

Es momento de concluir este trabajo retomando la hipótesis central y explorando los rasgos fundamentales del nuevo modelo todavía en conformación en América Latina.

4. COMENTARIOS FINALES

Es Fleury quien sostiene: “…el problema de la gobernabilidad en la región está fundado en la contradicción paradójica que se establece al tratar de mantener un orden jurídico y político basado en el principio de la igualdad básica entre los ciudadanos y, al mismo tiempo, preservar el mayor nivel mundial de desigualdad en el acceso a la distribución de riqueza y de los bienes públicos” (1998:72-73). Puesto en estos términos, lo que sigue es un modesto y breve intento por ahondar en esa “contradicción paradójica”.

Es evidente que los límites a los que se ve sometida la gobernabilidad democrática no puede entenderse uniformemente en toda América Latina. Mientras en algunos casos aún está pendiente la constitución de acuerdos básicos respecto a los valores republicanos y las prácticas poliárquicas, en aquellos países donde existió una sólida matriz de centralidad estatal el punto es otro. Aún con matices, países como Argentina, Brasil, Chile, México o Uruguay avanzan decididamente en la senda de lo que hemos dado en llamar una definición “mínima” de gobernabilidad democrática, en tanto los consensos más generales se extienden hasta abarcar solamente aquellas decisiones y acciones públicas de índole macroeconómica, sin que engloben las políticas sociales (recién a partir de lo cual se podrían constituir en ejemplos de una definición de “máxima”).

Si eso sucede en el plano general de la politics, en lo que refiere a la gestión de las policies el escenario expresa marcadas diferencias en cuanto a la capacidad de gestión pública. Mientras se generan apoyos importantes de parte de los grupos sociales y agentes internacionales para fortalecer en algunos aspectos el manejo de la economía, no sucede lo mismo cuando se trata de actuar sobre los problemas ya descriptos del mapa social de la región. Al mismo tiempo, mientras durante la última década se ha avanzado en la mejoría de la burocracia estatal de áreas como finanzas, comercio, tributación y similares, poco y nada se ha hecho en sectores como salud, educación, alimentación o vivienda.

Se está ahora, sin embargo, en tiempos de redefiniciones, por lo cual es válido acompañar a Valdés Ugalde cuando señala: “Las reformas del Estado han llegado hasta un límite en el cual empiezan a reconocer que las sociedades contemporáneas son sociedades complejas, en las cuales la gestación del consenso y el orden requiere de un método de agregación política que sobrepasa la idea de un Estado mínimo y que reclama estructuras institucionales mediante las cuales pueda procesarse la decisión social entre estados sociales alternativos” (1999:37). En un nuevo escenario internacional caracterizado por una nueva fase del capitalismo y la democratización política, la presión de los organismos internacionales, sumado a una creciente preocupación de decisores, académicos y ciudadanía en general por el refortalecimiento institucional, parece abrir lenta y precavidamente una “ventana de oportunidad”, celosamente cerrada en los noventa, para mejorar la intervención ante los problemas sociales en América Latina. Renace así la posibilidad de un cambio significativo en aquellas pre-condiciones que se requieren para aumentar, en el ámbito de las políticas sociales, la capacidad de gestión pública.

En este marco, en consonancia con una reinvindicación todavía difusa del Estado en cuanto a su rol en la promoción del desarrollo económico y la integración social[33], reaparecen propuestas de creaciones institucionales a nivel de la Administración Pública ya ensayadas en los años previos bajo otra cobertura ideológica. Cabe anotar, entre otras, la idea de fortalecer una autoridad social, la de promover la efectiva coordinación horizontal y vertical entre las áreas y las jurisdicciones del Estado con participación en lo social, la de incluir vía instancias consultivas a los actores relevantes de la sociedad con algún grado de compromiso con la política social. A estas sugerencias de cambio en la institucionalidad formal le acompaña una tendencia hacia la reingeniería de planes y programas sociales, con el objetivo de simplificar y transparentar el conjunto de acciones.

Ahora bien, ¿cuáles son las potencialidades de estas propuestas de reforma administrativa en cuanto a ayudar a fortalecer la capacidad de gestión pública en materia de política social expresando una expansión de las bases de gobernabilidad? La respuesta debe ser cuanto menos cuidadosa, en tanto de no afectarse las reglas de juego informales que cristalizan en la sociedad estructurales correlaciones de fuerza y complejas tradiciones culturales, las reformas en el plano formal del aparato del Estado quedarán solo como un conjunto de buenas intenciones. O, más grave aún, como un maquillaje tramposo para mantener el statu quo. Debe enfatizarse, para ello, el componente específicamente político (léase disputa por la distribución de poder) de la necesaria reforma burocrática en materia social a lo largo de la región. Como señala Cunill Grau: “…sin reforma política en un sentido amplio no hay reforma administrativa posible de traducirse en un cambio real y sostenido a favor de la sociedad. Nosotros creemos que tampoco la habrá si no se tiene en consideración que la propia reforma administrativa, enfocada también como una reforma política, implica ganadores y perdedores; por ende, constituye un proceso del que cabe esperar no solo consensos sino, por sobre todo, conflictos y luchas de intereses” (1999:117). Esto significa, por tanto, que las pre-condiciones requeridas para aumentar los grados de capacidad de gestión pública no aparecerán como “por arte de magia”, sino que emergerán de una construcción política, social y cultural, para la cual se deberán destinar voluntades, esfuerzos y valores incluyentes.

En suma, recién cuando las reformas en la burocracia social y los programas sociales del Estado impliquen afectar hacia una mayor igualdad la actual distribución de poder económico, político, socioeconómico y simbólico, las políticas sociales expresarán –a la par que ayudarán a moldear- nuevas fronteras entre el Estado y la sociedad, más incluyentes, justas y solidarias. Será ese el momento en que el neoliberalismo comience a cerrar su ciclo latinoamericano…

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[1] Una versión anterior de este trabajo se presentó en el IV Congreso del CLAD, realizado en México D.F., octubre 1999, con el siguiente título: Capacidad de gestión pública y sociedad civil: notas sobre una relación conflictiva.

[2] Politólogo (UBA); Magister Scientearum en Administración Pública (UBA); Maestro en Gobierno y Asuntos Públicos (FLACSO México) y Doctor en Ciencias Sociales (FLACSO México). Universidad de San Andrés.

[3] Esta similitud nada dice acerca de los rendimientos particulares de las democracias y las economías de cada país. Por el contrario, lo que parece mostrar el mapa de la región es una marcada diferenciación entre caso y caso, tanto en lo que refiere a la calidad de la democracia como a las tendencias de las principales variables macroeconómicas.

[4] Vale acompañar a Belmartino cuando considera actores a “aquellos individuos o grupos que ocupan una posición estratégica en el sistema de decisiones y que responden, en el proceso de formación de políticas, por las funciones de articulación del campo cognitivo y del campo del poder. En tanto mediadores son quienes definen los temas de debate y el marco intelectual en el cual se desarrollan las negociaciones, alianzas y conflictos que sustentan la toma de decisiones” (1998:2-3). Más allá de esta definición de carácter general, cabe acotar lo indicado por Meltsner, «el término ´actor´ es un concepto abierto que el analista debe adaptar a los requerimientos de su estudio” (1992:375).

[5] En un sentido similar se expresa Hall (1993), al afirmar que las instituciones son las normas formales, los procedimientos de aquiescencia y las prácticas operativas generales que estructuran las relaciones entre individuos.

[6] Un desarrollo más amplio de esta perspectiva se presentó en Repetto (1998).

[7] Un par de comentarios complementarios sobre esta temática. Mientras los partidos políticos suelen operar como “actores de frontera” entre lo estatal y lo societal, los organismos internacionales constituyen un tipo especial de actores (en tanto no están encuadrados territorialmente) que suelen poseer las dos primeras condiciones. Un análisis más detallado sobre este punto se encuentra en Repetto (1998).

[8] Debo esta diferenciación a las reflexiones de Antonio Camou. Comunicación personal.

[9] Cierta corriente asocia la capacidad estatal con la eficacia administrativa al momento de instrumentar sus objetivos oficiales (por ej., Sikkink, 1993; Banco Mundial, 1997). Centrar la atención en los procesos endógenos al aparato estatal constituye una necesidad analítica, pero, como bien se señala, «los tipos de `políticas` posibles en los distintos escenarios institucionales dependen también de la estructura societal. Los límites, los instrumentos y la estructura del poder varían institucionalmente» (Friedland y Alford, 1993:178).

[10] A lo cual debe sumársele el apoyo de los sectores claves de la comunidad internacional.

[11] Retomando el enfoque que observa las instituciones como relación entre el Estado y la sociedad, cabe citar nuevamente a Evans cuando sostiene: “La influencia independiente del Estado depende de un equilibrio de fuerzas en la sociedad civil, pero ese equilibrio no es el resultado de un ´punto muerto´ exógeno, más bien es algo que hay que construir” (1998:155).

[12] Así como los grupos progresistas-reformistas son quienes pueden promover acciones para atender los intereses de los más necesitados o de los grupos medios, también existen (o pueden conformarse como reacción a aquellos) «corrientes contrarreformistas», conformadas por actores sociales , estatales e internacionales aglutinados alrededor del objetivo de vetar u obstaculizar la implementación de las acciones que impliquen pérdida de sus propios beneficios (reales o potenciales). Los intereses que pueden operar como «cemento» de los grupos opuestos a reformas en favor de los más necesitados pueden ser de muy diferente naturaleza. Algunos interpretarán ciertas políticas sociales como un primer paso estratégico de los reformistas para avanzar luego hacia otras áreas más sustantivas. Otros observarán en tales acciones la pérdida o significativa disminución de beneficios presentes. Otros más se opondrán sólo guiados por su posición ideológica.

[13] Entre las áreas de políticas más importantes sobre las cuales se articula este consenso, destacan: privatización de empresas públicas, desregulación de los mercados, apertura económica, asegurar la protección de los derechos de propiedad, eliminación de déficit fiscal. Para una crítica sobre este diagnóstico-propuesta, veáse Frenkel, Fanelli y Rozenwurcel (1992); y Stewart (1998).

[14] Debe señalarse una especie de continuo entre los países de «ajuste temprano» y los de «ajuste tardío». Entre los primeros destaca claramente Chile, quien lo inició hacia mediados de los setenta. En un punto intermedio se encuentran los casos de Bolivia y México, que lo empezaron una década más tarde. Tardíamente lo hicieron Argentina, Perú y Venezuela, que en términos generales pusieron en marcha las reformas cuando concluía la década de 1980. Brasil representa un caso especial, que no trataré aquí. En este país, donde la hiperinflación marcó el final de la década del ochenta, el proceso de ajuste estructural ha tenido características muy diferentes al del resto de la región por lo menos hasta el presente, cuando una profunda crisis parece dar lugar a una aceleración en las reformas de tipo estructural. Para un análisis sugerente de las transformaciones recientes en la región, ver Torre (1997).

[15] Para interpretar lo que significa “equilibrio institucional”, es menester observar el planteo de North: «El equilibrio institucional sería una situación en que dada la fuerza negociadora de los jugadores y el conjunto de operaciones contractuales que componen un intercambio económico total, ninguno de los jugadores consideraría ventajoso dedicar recursos a restructurar los acuerdos. Obsérvese que una situación así no significa que todo el mundo esté satisfecho con las normas y los contratos existentes, sino solamente que los costos y beneficios relativos de alterar el juego entre las partes contratantes indican que no es aconsejable hacerlo. Las limitaciones institucionales existentes definieron y crearon el equilibrio» (1993:113).

[16] En esta línea puede interpretarse un conocido trabajo de Franco (1996).

[17] Vale un punteo acerca de algunas características distintivas de este sector burocrático gestor de la política social en los noventa: es débil y con limitada influencia en las grandes decisiones públicas; es vulnerable ante los cambios de contexto y tiene serias dificultades al momento de la gestión; actúa bajo modelos organizacionales de corte piramidal, formalista y centralizado; carece de niveles gerenciales aptos para la gestión social; utiliza poco y mal la evaluación; resulta un campo donde las disputas de poder se exacerban (cfr. Kliksberg, 1995).

[18] Regresaré sobre este tema en la siguiente sección.

[19] Son múltiples los trabajos editados en los años recientes y que tienen como objetivo analizar las actuales tendencias de la estructura social latinoamericana. Entre ellos cabe destacar PNUD (1997) y una reciente compilación realizada por Tokman y O´Donnell (1999).

[20] Sobre este punto, sostiene Lipietz: «La tecnología ofrece potencialidades, pero no determina el futuro. Los agentes sociales procuran escapar de una situación de crisis de los antiguos acuerdos. De este modo, luchan unos contra otros por la búsqueda de nuevos compromisos. La dirección de estas luchas está influida por el desafío de la crisis de los antiguos compromisos. Los agentes sociales persiguen respuestas todavía inexistentes para cuestiones existentes. Las respuestas propuestas por las fuerzas sociales, en cualquier país que sea, dependen de las tradiciones y experiencias locales» (1992:9).

[21] En la bibliografía especializada se denomina “pobreza estructural” a aquella situación asociada a las necesidades básicas insatisfechas (NBI). Los indicadores más usuales al respecto se concentran en carencias relacionadas con la vivienda y la educación.

[22] En la misma línea se inscriben los siguientes comentarios: a) «A pesar de la recuperación en el crecimiento del producto en la región en los 90s, aumentó la desigualdad en términos de la distribución de los ingresos. Esto ha llevado a que América Latina sea la región del mundo con la más alta desigualdad en la distribución del ingreso» (Bustelo y Minujin, 1997:6. Subrayado de los autores); b) «Es constatable que la pobreza, a pesar de los recursos empleados en la acción social, se ha incrementado a mayor velocidad en los últimos quince años. A la vieja pobreza latinoamericana, producto de procesos rápidos de urbanización y del deterioro de las condiciones de intercambio de sus monoexportaciones, se viene a sumar la «nueva pobreza». Esta es la que se produce en el marco de la crisis de los ochenta y de las políticas de ajuste destinadas a combatirla. Esta pobreza se une a la anterior para formar un cuadro dramático de la región que hace cada vez más difícil enfrentarla y, además, tiene una calidad distinta vinculada a un estilo perverso de modernización» (Blanco, 1994:100).

[23] Isuani sintetiza los argumentos presentes en este embate sobre el anterior modelo, centralizado en una densa red de organizaciones públicas estatales: «La privatización ha sido presentada como una respuesta que alivia la crisis fiscal, evita irracionalidades en el uso de recursos a las que induce la gratuitud de ciertos servicios públicos, y aumenta la progresividad del gasto público al evitar que los sectores de mayor poder se apropien de beneficios no proporcionales (mayores) a la contribución que realizan para financiarlo (…). La descentralización está concebida, al igual que la privatización, como una herramienta que permite aumentar la eficiencia y eficacia del gasto, en este caso al acercar problemas y gestión. Se parte entonces de cuestionar por gigantesco, burocratizados e ineficientes a los sistemas de prestaciones administrados por los gobiernos nacionales y que tendieron a consolidarse en el campo educativo o sanitario en varios países a partir de la segunda posguerra (…). La focalización surge de la comprobación de que el gasto social del Estado no llega, salvo en ínfima proporción, a los sectores pobres. En consecuencia, se plantea que es necesario redireccionar este gasto para concentrarlo en los sectores de mayor pobreza. Quizás la mejor expresión de intentos de focalización en materia de programas sociales sea la proliferación en los últimos tiempos de los denominados fondos de emergencia, de desarrollo o de inversión social» (1992:112 y s).

[24] Desde una óptica que complementa esta perspectiva de las ideas-fuerza, Raczynski agrega otros elementos a las nuevas tendencias de la política social y señala: “En algunos países estos nuevos enfoques de la política social coincidieron con debates y medidas para redefinir el papel del Estado y modernizar su funcionamiento. En otros, las nuevas orientaciones instrumentales se pusieron en práctica sin tocar el aparato estatal; se han creado estructuras paralelas, administradas por la rama ejecutiva del gobierno. En unos pocos países, las políticas sociales y los programas para combatir la pobreza se formularon como partes integrantes de una estrategia de desarrollo nacional, mientras que en otros las iniciativas en el área social estuvieron aisladas de las medidas tomadas en otras dimensiones de la sociedad y la economía” (1999:198).

[25] Al decir de Bustelo: “Las ideas de mecanismos autoregulatorios de efectos automáticos y de equilibrio forman parte de la construcción del discurso neo-conservador amoral de presentar sus propuestas económico-sociales como una tendencia histórica inalterable, justificatorias del statu-quo o imposibles de ser cambiadas o reguladas…” (1999:20)-

[26] No debe negarse la existencia de otras ponderaciones acerca de las recientes reformas en el entramado de las políticas sociales. Un buen ejemplo de ello se encuentra en la carecterización que realiza Franco (1996) del “paradigma emergente”.

[27] Si bien se acepta que los actuales contornos del mismo no son un resultado mecánico e inmediato de la aplicación de aquellas políticas, sí es evidente que dichas intervenciones no resultaron inocentes o neutrales respecto a los graves problemas de desigualdad, pobreza y pérdida de recursos claves (en términos de capital humano y capital social) por parte de los sectores más necesitados.

[28] Tratando de explicar las causas de este proceso, Stahl sostiene: «Debido a sus costos crecientes y al escaso margen de ganancia, los servicios sociales sólo son privatizables en parte. A pesar de toda la retórica de privatización, con excepción de Chile se han practicado pocas privatizaciones de servicios sociales, más allá de las instituciones privadas que ya existían para las clases de mayores ingresos. La política de privatización en elárea de educación y salud tropieza con una fuerte oposición de grupos sociales de interés, y no tan sólo por los previsibles efectos negativos sobre la distribución del ingreso y los grupos de más bajos ingresos» (1994:61).

[29] Marcos globales para interpretar los procesos descentralizadores en las áreas de educación y salud se encuentra en Rufián (1992) y Coraggio (1997).

[30] Acerca del desplazamiento de la preocupación desde la «pobreza» a los «pobres», que ciertos analistas y decisores estarían llevando a cabo, así como de sus implicancias no sólo para la teoría sino para la práctica política, llama la atención Danani (1996).

[31] Al evaluar los problemas que trae consigo la focalización no puede dejarse de atender nuevamente al modo en que han funcionado los Fondos Sociales, al menos respecto a este punto. Aun cuando dichas instancias se propusieron actuar sobre la pobreza estructural, en la práctica los mayores beneficiados han sido los pobres cíclicos, en particular aquellos que residen en áreas urbanas y que fueron afectados por el ajuste (cfr. Bustelo, 1994).

[32] Desde distintas perspectivas, análisis críticos muy bien fundamentados en torno a las potencialides y límites de la participación, se encuentran en: Guerra (1997); Cunill Grau (1997); Kliksberg (1998) y Cardarelli y Rosenfeld (1998).

[33] Al decir de Lechner: “En suma, ya no está en discusión la importancia del Estado, sino su nueva misión. ¿Cuál es el rol del Estado a comienzos del siglo XXI?. La pregunta no ha recibido todavía una respuesta satisfactoria” (1999:40).

¿Es posible reformar el estado sin transformar la sociedad?

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