Lic. Bibiana Apolonia del Brutto

  • 1- Efectos de la globalización.

Parece haberse impregnado sobre el mundo una realidad: el triunfo de la hegemonía de un neoliberalismo duro. Que no es más que los avances de un sistema económico, político y social que modificó los principios de la economía, de la política y las prácticas sociales de vastas poblaciones, haciendo valer el mercado como principio generador del todo. Sin embargo su forma de irradiarse no ha sido igual para todos los continentes. La América Latina escogió en las décadas precedentes la forma de economía de mercado basado en la aplicación del llamado “Consenso de Washington”. Este modelo que se caracteriza por un manejo macroeconómico, supone el diseño de reformas financieras, pero por más esfuerzos que realicen los gobiernos el mercado queda incompleto, ya que la premisa política que subyace en el modelo, es que no funciona bien porque tiene segmentos e instituciones subdesarrolladas o inexistentes. En otro nivel, las transformaciones que ocurren en las relaciones humanas y los hábitos mentales no condicen con las configuraciones externas objetivas y los comportamientos entre los seres humanos aparecen desconfigurados y descontextualizados.

Los procesos de ajuste neoliberal que se establecieron en América Latina hace dos décadas atrás, -quizás mucho antes- crearon numerosas inestabilidades debido a un diseño de políticas macroeconómicas, con influencias en la microfinanza y en políticas de corto plazo que relegan los conflictos institucionales, los de clase y la soberanía de los estados. Lo que se denomina “mundialización” no es más que la americanización o una dependencia en las relaciones con los Estados Unidos. De esta forma queda sumergida la “independencia de la política” y las democracias latinas se tornan dependientes y limitadas. Las fórmulas económicas adoptadas se tornaron “la única alternativa posible”, así es que las crisis recurrentes finalizan con polarizaciones sociales, el quiebre de innumerable cantidad de empresas y una intervención al orden político que toma distintas variantes según países.

La carencia de la independencia del Estado funciona como un problema menor para el modelo neoliberal, hay que tener en cuenta que toma al individuo en forma aislada, que corresponde a una tipología ideal que es la de un individuo informado y racional, -la autonomía moral del ciudadano, que presupone la independencia económica-, de manera que reestablece la idea de una democracia liberal que debiera imitar a la de los Estados Unidos. Es en el funcionamiento de esa democracia en la que se posan las miradas a imitar entre los gobiernos y la opinión pública. Estados Unidos es un país en que la opinión pública funciona con un rol muy importante especialmente mediante la televisión; es una democracia anglosajona y protestante y en la que las influencias de los distintos grupos de presión se equilibran y neutralizan. Las dimensiones de la multiculturalidad y la multietnicidad de la sociedad hace que exista una relativa sensibilidad a las influencias de las naciones de origen, de donde proceden las diferentes etnias y culturas. Esta manera de operar con la sociedad se traslada en fórmulas de imitación en las democracias latinoamericanas tanto desde las perspectiva de los derechos civiles como de los políticos, que en la práctica actúan diferenciados. De esta forma la revisión y la búsqueda de los orígenes históricos de los problemas son depreciados en los análisis y queda subsumida tanto la forma de ejercer la libertad política, los estilos de la libertad de expresión, como la libertad económica a modelos que cambian según los contextos histórico políticos. En la sociedad del mercado se tiende a emular el éxito más que la libertad y la igualdad, y el éxito se convirtió en valor de salvación y redención. De igual forma se repiten por doquier fórmulas de expresión que repercuten en las administraciones públicas, en la formulación de las políticas públicas y en un detrimento de la sociedad en la comprensión y ejercitación de los resultados de esas políticas públicas.

Pero el cambio sustancial que se vive a nivel planetario es la revolución tecnológica que introdujeron las TIC, o las tecnologías de información y comunicación, especialmente la internet. Los multimedios y la internet adosadas a los mecanismos de especulación del mercado se desenvuelven como un consumo más de mercaderías, aunque no todo su desarrollo sea con ese motivo ya que como toda tecnología, son una herramienta de desarrollo. Esta revolución tecnológica social trae aparejados cambios quizás más importantes que los derivados de la revolución industrial, ya que se están modificando procesos económicos, políticos y sociales. La revolución de la tecnología de la información transforma la forma de acceder a la información, de distribuirla y de trasmitirla. Introduce modificaciones muy importantes en el mercado de trabajo y en el sistema educativo, ya que supone un cambio relevante en el sistema de producción y de la comercialización. Pero estos cambios no implican que de la noche a la mañana se transforman los principios elementales ni de la economía ni de la política.

Entre los retrocesos que se mencionan en los últimos veinte años de hegemonía conservadora se encuentra el incremento de la pobreza y el crecimiento de las desigualdades en el mundo, que han sido tan espectaculares que deslegitimizan el proceso globalizador, y la denominada nueva economía. En el señalamiento con respecto al desarrollo a que se refieren numerosos informes internacionales sobre la década perdida de los 80, trasladados a los 90 se menciona el retroceso del índice del desarrollo humano, comparado con los comienzos de la década de los 70. El aumento de la pobreza que afecta a unas 185 millones de personas se relaciona con las políticas macroecnómicas que adoptó América Latina y que no significaron un crecimiento en la región. La esperanza en la mejora de la productividad por la aplicación de las nuevas tecnologías, se corresponde con las nuevas mentalidades de los seguidores de la nueva economía, haciendo diferencias entre la vieja economía, la de las empresas de ladrillo y cemento y las actuales, las del puntocom, que serían las que nos imponen un futuro más prometedor. Nada más alejado de la realidad, ya que las empresas virtuales crean “redes”, que necesitan vender, comprar, transportar, entregar a clientes o a consumidores finales un determinado producto. Para que estos procesos ocurran hace falta la existencia de la vieja economía, que construya, que fabrique y que transporte mercaderías para que luego sean utilizadas en los nuevos soportes.

La globalización sin fronteras geográficas implica la integración de los mercados, especialmente del sector servicios, pero han sido los capitales riesgo que cotizan en las Bolsas los que promovieron el sistema de la nueva economía, poniendo en duda los sistemas de producción tradicionales. La esperanza en una mejora de la productividad mediante los mercados internacionales no especifica las condiciones del incremento del capital mediante nuevos trabajos. Por el contrario, lo que se denomina “nueva sociedad del conocimiento” implica la necesidad de inversiones, de investigaciones con nuevos contenidos intelectuales y profesionales, pero ocurre que en América Latina el trabajo aparece fragmentado, inexistente y oscuro. No hay indicios aún de la aplicación de una diferente mentalidad entre los empresarios que se preocupan por mayor productividad, más calidad, diversidad; menos aún resulta la preocupación por el sistema del trabajo que aparece condicionado por leyes en los que se aplica la flexibilidad y sueldos paupérrimos para los que trabajan y sólo tienen su cuerpo y/o conocimientos para ofrecer en el mercado de trabajo. De esta forma la productividad es imposible de alcanzar, amén del desempleo que limita e impide el desarrollo y la reproducción de la solidaridad en la sociedad. [1]

  • 2 – La nueva economía como pensamiento hegemónico cultural.

En el terreno político el neoliberalismo se manifiesta bajo el nombre de “nueva economía” que significa que las medidas adoptadas en los países del Tercer Mundo como política económica están por encima de las denominadas políticas de equidad, de justicia y de redistribución. Opera con ciertos esquemas que ocurren en la mayor parte de los países: reducción de impuestos, del tamaño de las empresas, privatizaciones, externalización de la mano de obra, aumento de la deuda externa y más. En la nueva mediación, la acumulación del mercado se impone a la mediación entre la sociedad civil y el régimen político. El mercado se presenta con cara sonriente y socarrona –es la cara del éxito- para acentuar la ganancia del capital que actúa de manera diferente con respecto a los actores sociales del trabajo. La democracia se adecua a estos parámetros y el estado asume las leyes del mercado que usan las multinacionales, mientras que en el terreno de la formulación de medidas se observa ausencia de políticas públicas que recuerden y hagan cumplir postulados de equidad, distribución, solidaridad, participación. El pensamiento único queda consolidado como programa del éxito, de la eficiencia y eficacia, metas que aparecen vaciadas para el Estado y que no puede articular de manera razonable intervenciones entre la economía, la política y la cultura.

A mediados del siglo XIX se asistió a variadas transformaciones del modo de vida en las poblaciones de la América Latina por la impulsión, la difusión e implantación del modelo desarrollista. Al “desarrollo” se lo configuró desde diversos principios y valores como “un modelo de vida”. El modelo de desarrollo tenía como objetivo mejorar las condiciones de calidad de vida de los individuos, sin embargo tanto en aquellos años como en los actuales la calidad de vida estuvo y está supeditada, sin por ello decir exclusivamente, al crecimiento económico. Las contradicciones dentro de las sociedades fueron las principales variables para medir el mal desarrollo, o para reducir a consideraciones semánticas lo que fueron los obstáculos al modelo de desarrollo en los años 50 y comienzos de los 60, que era la necesaria transformación en sociedades desarrolladas e industrializadas. La industrialización terminó siendo atacada por deteriorar al medio ambiente, la reconfiguración de las ciudades y la urbanización dejó de lado tradiciones culturales y memorias históricas de las formas de vida de los individuos, y el bienestar y la igualdad no fueron visualizados con las mismas varas de medición que la tendencia al cambio unilineal. La inevitabilidad del desarrollo ponía a nuestras sociedades en un estadio inferior –de subdesarrollo- comparado con otro superior –el modelo de los países capitalistas desarrollados -, legitimados por la ONU, organismo internacional de apenas unos pocos años de vida por aquellos momentos. En el mundo de las ideas y en el pensamiento político el mundo estaba dividido en bloques: el capitalista, industrializado, urbanizado y desarrollado y el comunista – que también se lo ubicaba en un estadio inferior- al que se lo denominaba como sociedades industriales comunistas. Los países del Tercer Mundo debían de tomar los paradigmas de las sociedades industrializadas, urbanizadas y desarrolladas.

En los noventa en la Argentina, se habló de la pertenencia a un Primer Mundo por ubicarse y acomodarse a la globalización y ahora según un renglón de estadísticas manejada por el Reino Unido, pertenecería al “Segundo Mundo”. La estratificación de las naciones cambió a partir de las últimas décadas, después de la caída del Muro del Berlín y el cambio de status jurídico de la URSS. La trasmutación en las identidades ocurre como derivación de otras políticas: por el cambiante rol de los partidos políticos; por los cambios en la nominación de derechas e izquierdas que cada vez se acercan a una denominación de “centro moderado”; las expresiones de los medios de comunicación en los que las palabras se adecuan a una “opinión pública”; el marketing de la política que fabrica candidatos/as a la medida de una “tipología ciudadana” derivada de esa opinión pública, que opina sobre todo y a la vez sobre nada.

En América Latina los países fueron adaptándose poco a poco a los cánones de los gobiernos neoliberales, por ello el Estado y aquello considerado como “del bienestar” fue dejado de lado, paralelamente las injerencias de las esferas de poder tradicionales continúan teniendo influencia en las orientaciones de las instituciones, hecho que se relaciona con la historia individual de cada uno de las naciones que adoptaron su independencia en el siglo XIX. Pero lo que ha caracterizado a los gobiernos de América Latina tanto en el siglo XIX como en el XX fue la presencia de los caudillismos y cacicazgos que si bien no introdujeron medidas de democratización a semejanza de los estados europeos, concitaron la adhesión de las multitudes. La construcción de los Estados-nación en América Latina fueron nada más y nada menos que la lucha contra los cacicazgos, la entrada en la modernización en el siglo XIX, a esa estructuración de instituciones contribuyeron las elites liberales, que –con las falencias de miradas hacia atrás- dieron lugar a la formación de las identidades nacionales, un proceso que solo logró consagrarse mediante la fundación de estructuras modernas, la unificación de un mercado interno y especialmente la concentración del poder en manos del ente: Estado. La crítica que efectúa la concepción moderna a los estados –populistas, otra forma y estilo de gobierno que funcionó en la primera mitad del siglo XX, no se corresponde con el símil de nuevas formas de nacionalismos que ocurren en los estados árabes, medio oriente, y este europeo como resurgimiento de conflictos que buscan sustentación en elementos monoétnicos, y/o monoreligiosos.

Se apela a la globalización para explicar el derrumbe de regímenes totalitarios como la caída de la soberanía de los Estados-Nación, para denunciar la inexistencia de democracia económica y la injerencia de los mercados monopólicos en los servicios básicos de las naciones. En el enjambre de variables todo cambia, desde los hábitos de comida, pasando por las nociones tradicionales de familia, los nuevos roles de las mujeres, hasta el papel preponderante de la internet. El reparto del ingreso, de la educación, de los accesos a los derechos sociales siempre han sido desiguales y marcaron distancias sustanciales entre los sectores sociales en el Tercer Mundo, pero las metas sobre el crecimiento que son propuestas por la adopción de políticas de los gobiernos, determinan en circunstancias históricas, cómo será el ritmo de crecimiento y los accesos a las oportunidades para los habitantes de un país, marcando también las orientaciones culturales de esas poblaciones. [2]

Los cambios del capitalismo, -en la totalidad del planeta- no se manifiestan exclusivamente en las cifras de progreso económico, y/o en los espacios financieros y económicos, lo conceptualizado como “globalización” está basado en una vertiginosa aceleración de los procesos tecnológicos, especialmente de las comunicaciones, la microelectrónica, la genética y los nuevos materiales. Han venido a fomentar también un modo de vida global o como ha sido denominado “estandarización u homogeneización cultural”. Un fenómeno no exento de fricciones y de contradicciones, quizás más complejos que aquellos que eran discernidos en los momentos del afán por el desarrollo.

Paralelamente a la globalización se vigorizaron los nacionalismos, los esfuerzos por revitalizar las identidades de grupos étnicos o de su constitución por parte de otros sectores culturales del mundo, han regresado sentimientos religiosos, fundamentalismos de diversa índole y una renovada presencia del espiritualismo. Este supuesto estallido identitario no exento de profundos conflictos de concepciones religiosas, son reacciones negativas, favorecen la fragmentación de identidades más que consolidarlas y demuestran también la caída del centro de poder, o dicho de otro modo el estado también en esos países se ha debilitado.

Pero la contradicción notoria es el mantenimiento del carácter asimétrico del sistema mundial, la inexorable existencia de centros y periferias en la economía mundial; un centro que concentra la mayor parte de la riqueza –tanto productiva como financiera – y regiones semi periféricas atomizadas y fragmentas tanto en lo político como en lo social, en lo externo como en lo interno. El problema principal y esencial es la compatibilidad de la democracia con la globalización y sus consecuencias nacionales y regionales. En la época en que América Latina recuperó la posibilidad de reconstruir las instituciones democráticas, se marcaba el fin de la bipolaridad en el mundo y comenzaba la alternativa social, política y económica más consistente y con mayor poder de las conocidas en todo el siglo XX, un liderazgo capitalista conducido por los EE. UU. Mientras esto ocurría la región imitaba las fórmulas de la denominada “transición española”, años más tarde les tocó el turno a los países del Este. Sin embargo no hubo forma de parangonar la experiencia española en la transición democrática, porque España había entrado en una democracia como consecuencia de las transformaciones socioeconómicas del período 1960-1975, consistentes en un despegue del sector terciario pero sin por ello perder el aparato productivo como ocurrió con Hispanoamérica y en los países del Este. El proceso latinoamericano de los años 80 y los 90 fue de reconstrucción de sus sociedades en todas las esferas: en lo político estatal, en el mercado y en la sociedad civil. En lo concerniente al proceso democratizador y a las políticas públicas se trataba de dar con fórmulas de articulación de las demandas colectivas. Pero a fines de los años 80 la recomposición institucional fue desestructurada por la crisis económica y posteriormente se entró en una etapa de liderazgo del ejecutivo nacional, una centralización en las decisiones, de demandas éticas por las constantes corrupciones y de una desvirtuación del papel del Estado por un proceso privatizador, minando el otrora aparato productivo de ese mismo Estado.

Mirando hacia atrás es posible decir que el proceso de re institucionalización producido en los años 80 no encaró la relación entre la economía y la política de manera adecuada, como tampoco se dio la importancia necesaria a cómo debían de re-organizarse las democracias latinoamericanas en adecuación a las relaciones sociales particulares de cada país. “La década perdida” no es otra cosa que la manifestación de la desorganización, de entrada en la crisis, o la traducción a las percepciones sociales de derrumbe, anomias y disolución de identidades. En lo político es el traslado de la pérdida de confianza en “la representación”, un acentuamiento en “la delegación” y una búsqueda constante de salvadores de la crisis. Se acuñó el término de “democracias delegativas”, instaurado por el politicólogo Guillermo O’Donnell, que remite a la degradación de los países del hemisferio latinoamericano en comparación con las democracias europeas, por el escaso margen contractual que dejan tanto a la representación como a la autonomía de los actores sociales. El presidencialismo que se confunde con el sistema de gobierno y con el papel del Estado, fue el que aceleró las reformas que se produjeron en los años 90, sobreestimando la capacidad de gestión en tecnocracias y descansando en una estabilidad macroeconómica que se estableció como generadora del orden social, reproduciendo un nuevo autoritarismo que remite a “quien se opone crea la desestabilización” y a la violencia cotidiana tanto en los ámbitos privados como en los públicos. [3] El desestabilizar no remite a lo económico, lo rodea, pero sí a lo político, a la ausencia del des- acuerdo, a la intolerancia con respecto a la protesta social. La sociedad es visualizada y presentada como segmentada y en este sentido deberán aparecer sin vigor las instituciones democráticas. Porque la consolidación de una democracia-liberal –aunque se prejuzgue este último término- requiere de fuertes instituciones representativas y de actores representados. Una sociedad segmentada, despolitizada carece de alternativas para movilizarse, de opciones y de horizontes hacia el futuro. Hoy el término democracia vuelve a estar acosado, ya que lo que se discute es si la globalización económica está minando las bases del Estado-Nación. Las relaciones de poder globalizadas quitan relevancia a las instituciones nacionales de la democracia parlamentaria y de la representativa.

  • 3 – El Estado globalizado. La ausencia del Estado-Nación.

El “Estado de Bienestar” se caracterizaba por la obligatoriedad de la provisión colectiva de las necesidades básicas de la sociedad y la política social se ocupaba de la administración de los servicios personales, salud, educación, empleo, seguridad social, habitación, a través del establecimiento de mecanismos como el seguro social para prevenir la pobreza, promover la solidaridad social y “la ciudadanía social”. Los que denostan al Estado de Bienestar lo hacen en relación a una política social que involucra la solución de problemas sociales más que de los temas económicos, tales como los derechos de los ciudadanos, las cuestiones de la administración social, las formas y la racionalidad de la redistribución de la riqueza y el servicio social. Para ese tipo de pensamiento la sociedad se convierte en objeto de estudio y en cálculo político, a la vez que de intervención administrativa. Para la política que consolidaba la existencia del estado y del bienestar social, la “integración” era la base de la concepción de la gobernabilidad, ser miembro de una sociedad con aceptación de roles, reconocimiento social, responsabilidades y necesidades definidas socialmente. El objetivo de aquél Estado –cuyas prácticas fueron tenues en la América Hispana- fue el impulso de la igualdad de status entre los individuos, quizás con la utopía de construir una comunidad de ciudadanos que reemplazara a la sociedad dividida en clases. Fue el que contribuyó a la emergencia de los derechos civiles, políticos y sociales por lo que existía una consecuencia con la racionalidad de la sociedad de bienestar. En este tipo de estado la “ciudadanía social” se refería al conjunto de derechos sociales para participar en el bienestar económico y la seguridad, para compartir plenamente la herencia social y vivir -una vida civilizada- de acuerdo con los estándares prevalecientes en la sociedad. El Estado poseía una función central en la protección de los derechos de los ciudadanos, -trabajadores- en una situación de exclusividad-inclusividad de quienes eran considerados por la fuerza laboral. En América Latina la aplicación de este tipo de fórmulas sociales coincide con los estados populistas que de manera sintética significaron alta intervención del estado en las políticas sociales y económicas. En realidad los denominados estados populistas aplicaron la noción de Nación de una manera que sirvió históricamente, por la construcción de un imaginario social asociado a la noción de Nación y porque ofrecieron un anclaje de integración, sin duda apoyado por políticas de bienestar social. El Estado-Nación fue un proyecto de ciudadanía que incorporó la ideología policlasista y que se basó en la incorporación de los trabajadores al estado. La identidad nacional dio lugar a formas de cohesión social que giraron alrededor del Estado, que a su vez era el factor dinámico de la economía.

La desaparición del Estado-Nación coloca a las personas en un estado de indefensión, sin contención frente al vaivén del mercado, el imaginario social de la identidad queda destruido por la ausencia del Estado frente al avasallamiento del mercado. Paralelamente las democracias re-fundadas en los años ochenta tendieron a recalcar el respeto por las diferencias en el interior de sus regímenes políticos, apelando al concepto de “ciudadanía”. En las democracias europeas este concepto está fuertemente adscripto a la noción de praxis ciudadana, activa en el ejercicio de los derechos democráticos, pero en relación a la participación y a la comunicación. Ciudadanía significa la pertenencia a un estado pero sobretodo deberes y derechos ciudadanos.

La globalización imprimió en las democracias latinoamericanas la concepción de los intereses privados como beneficiarios a la sociedad. Falacia que solo puede estar basada en la rentabilidad económica. En las democracias el principio de ciudadanía implica soberanía popular y ésta supone participación ampliada y variada. Fenómenos como la desesperanza política en los partidos políticos, el absentismo electoral, la corrupción, el fraude fiscal, la falta de debate público ciudadano son síntomas de la inexistencia de la praxis ciudadana, relacionadas a las carencias de identidades y de ausencia de estado. Las democracias actuales se corresponden al modelo de Schumpeter, son democracias del mercado. De esta forma y a diferencia de los EE. UU. suele confundirse la participación de la “sociedad civil” en la opinión pública, como defensora de los derechos de los consumidores, concepción que es eminentemente individualista y funcional al mercado.

En las democracias altamente desarrolladas el ejercicio de la ciudadanía se da en relación a los derechos sociales, civiles y políticos, pero la inexistencia de este ejercicio en las democracias latinoamericanas se relaciona a una baja autonomía política por la injerencia de políticas dependientes y neoliberales y por la pérdida del ejercicio de la praxis intersubjetiva, o comunitaria, alrededor de pensamientos políticos claves. La apelación y/o el pretexto de acercar y descentralizar la política a la ciudadanía no opera en la América Latina como en los territorios europeos y estadounidenses, en éstas aspiran a la perfección del “buen ciudadano”, en aquellas se intenta negar el conflicto y se apela a la obediencia, se desarrollan los caudillismos conservadores, se practica el clientelismo, las relaciones sociales se tornaron verticalistas y el rédito es la búsqueda de los “espacios de poder” individualistas. En los territorios hispanoamericanos las políticas de la globalización han redundado en que la ciudadanía no está asegurada por las condiciones sociales de exclusión. De allí que sea común oir hablar de “ciudadanos/as de primera y ciudadanos/as de segunda”, de “ciudadanía asistida” y “ciudadanía emancipada”. El énfasis que sigue poniéndose en la acumulación de capital sin distribución social se corresponde a un régimen político que lejos de semejarse a las democracias europeas vuelve a sumergir a la América Latina en unos de los peores momentos de las crisis históricas quizás ocurridas desde su independencia, que es la restricción de las autonomías políticas. Quizás por ello despierta esperanzas la alternativa de la “Tercera Vía” que no deja de considerar al Estado como ente autónomo frente al mercado.

bibiapo@sinectis.com.ar

[1] A mediados de año y con un nuevo gobierno el desempleo en la Argentina recrudece. Según una encuesta de INDEC y el Ministerio de Trabajo el 36.4% de los desocupados posee estudios terciarios o universitarios. El porcentaje aumenta si se le agrega la categoría de subempleados –gente que trabaja pocas horas y desea trabajar más- alcanza al 37.6%. La educación sigue siendo uno de los determinantes más importantes en la desigualdad de los ingresos, ya que éstos mejoran entre los que poseen niveles educativos universitarios y de pos grado mientras rebajan si apenas llegan a un secundario. Pero lo que está indicando la situación de la “nueva economía” es cómo creció el desempleo entre los graduados universitarios que subió en la década de los 90 de 110.5% al 209.2%. Este tipo de desempleo se relaciona con el quiebre de empresas, su achicamiento en el caso de servicios como de electricidad, gas y agua e industria y un aumento de actividades de baja productividad vinculada a los servicios personales y a las empresas.

Estractado de Diario Clarín, 10 de julio del 2000.

[2] A comienzos de los años 90 del siglo XX Anthony Giddens, el sociólogo inglés promocionador de la Tercera Vía escribió en un libro: Consecuencias de la modernidad el efecto expansivo de la globalización como un acto de la modernidad. A fines de la misma década en Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas, Giddens tomaba otra posición describiendo los efectos de la globalización en la vida societal y el cambio de los comportamientos sociales en los individuos.

[3] Un análisis conceptual y práctico de la continuidad del autoritarismo y la permeabilidad de la violencia mediante diversos actos simbólicos puede encontrarse en: Scalpi, Diana: Violencias en la Administración Pública. Casos y Miradas para pensar la Administración Pública Nacional como ámbito laboral. Buenos aires, Catálogos. 1999.

Democracia y globalización en América Latina

Deja una respuesta